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Sábado 10 de junio Estas son las palabras que el evangelista san Juan recogió de los labios de Cristo en el Cenáculo, durante la última Cena, en la víspera de la pasión. Resuenan con singular intensidad para nosotros hoy, solemnidad de Pentecostés de este Año jubilar, cuyo contenido más profundo nos revelan. Para captar este mensaje esencial es preciso permanecer en el Cenáculo, como los discípulos. Por eso la Iglesia, también gracias a una oportuna selección de los textos litúrgicos, ha permanecido en el Cenáculo durante el tiempo de Pascua. Y esta tarde, la plaza de San Pedro se ha transformado en un gran Cenáculo, en el que nuestra comunidad se ha reunido para invocar y acoger el don del Espíritu Santo . La primera lectura, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, nos ha recordado lo que sucedió en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua. Antes de subir al cielo, Cristo había encomendado a los Apóstoles una gran tarea: "Id (...) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). También les había prometido que, después de su marcha, recibirían "otro Consolador", que les enseñaría todo (cf. Jn 14, 16. 26).
Esta promesa se cumplió precisamente el día de Pentecostés: el Espíritu, bajando sobre los Apóstoles, les dio la luz y la fuerza necesarias para hacer discípulos a todas las gentes, anunciándoles el evangelio de Cristo. De este modo, en la fecunda tensión entre Cenáculo y mundo, entre oración y anuncio, nació y vive la Iglesia.
2. Cuando el Señor Jesús prometió el Espíritu Santo, habló de él como el Consolador, el Paráclito, que enviaría desde el Padre (cf. Jn 15, 26). Se refirió a él como el "Espíritu de la verdad", que guiaría a la Iglesia hacia la verdad completa (cf. Jn 16, 13). Y precisó que el Espíritu Santo daría testimonio de él (cf. Jn 15, 26). Pero en seguida añadió: "Y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15, 27). En el momento en que el Espíritu desciende en Pentecostés sobre la comunidad reunida en el Cenáculo, comienza este doble testimonio: el del Espíritu Santo y el de los Apóstoles.
El testimonio del Espíritu es divino en sí mismo: proviene de la profundidad del misterio trinitario. El testimonio de los Apóstoles es humano: transmite, a la luz de la revelación, su experiencia de vida junto a Jesús. Poniendo los fundamentos de la Iglesia, Cristo atribuye gran importancia al testimonio humano de los Apóstoles. Quiere que la Iglesia viva de la verdad histórica de su Encarnación, para que, por obra de los testigos, en ella esté siempre viva y operante la memoria de su muerte en la cruz y de su resurrección.
3. "También vosotros daréis testimonio" (Jn 15, 27). La Iglesia, animada por el don del Espíritu, siempre ha sentido vivamente este compromiso y ha proclamado fielmente el mensaje evangélico en todo tiempo y en todos los lugares. Lo ha hecho respetando la dignidad de los pueblos, su cultura y sus tradiciones, pues sabe bien que el mensaje divino que se le ha confiado no se opone a las aspiraciones más profundas del hombre; antes bien, ha sido revelado por Dios para colmar, por encima de cualquier expectativa, el hambre y la sed del corazón humano. Precisamente por eso, el Evangelio no debe ser impuesto, sino propuesto, porque sólo puede desarrollar su eficacia si es aceptado libremente y abrazado con amor.
Lo mismo que sucedió en Jerusalén con ocasión del primer Pentecostés, acontece en todas las épocas: los testigos de Cristo, llenos del Espíritu Santo, se han sentido impulsados a ir al encuentro de los demás para expresarles en las diversas lenguas las maravillas realizadas por Dios. Eso sigue sucediendo también en nuestra época. Quiere subrayarlo la actual jornada jubilar, dedicada a la "reflexión sobre los deberes de los católicos hacia los demás hombres: anuncio de Cristo, testimonio y diálogo".
La reflexión que se nos invita a hacer no puede menos de considerar, ante todo, la obra que el Espíritu Santo realiza en las personas y en las comunidades. El Espíritu Santo esparce las "semillas del Verbo" en las diferentes tradiciones y culturas, disponiendo a las poblaciones de las regiones más diversas a acoger el anuncio evangélico. Esta certeza debe suscitar en los discípulos de Cristo una actitud de apertura y de diálogo con quienes tienen convicciones religiosas diversas. En efecto, es necesario ponerse a la escucha de cuanto el Espíritu puede sugerir también a los "demás". Son capaces de ofrecer sugerencias útiles para llegar a una comprensión más profunda de lo que el cristiano ya posee en el "depósito revelado". Así, el diálogo podrá abrirle el camino para un anuncio más adecuado a las condiciones personales del oyente.
4. De todas formas, lo que sigue siendo decisivo para la eficacia del anuncio es el testimonio vivido. Sólo el creyente que vive lo que profesa con los labios, tiene esperanzas de ser escuchado. Además, hay que tener en cuenta que, a veces, las circunstancias no permiten el anuncio explícito de Jesucristo como Señor y Salvador de todos. En este caso, el testimonio de una vida respetuosa, casta, desprendida de las riquezas y libre frente a los poderes de este mundo, en una palabra, el testimonio de la santidad, aunque se dé en silencio, puede manifestar toda su fuerza de convicción. Es evidente, asimismo, que la firmeza en ser testigos de Cristo con la fuerza del Espíritu Santo no impide colaborar en el servicio al hombre con los seguidores de las demás religiones. Al contrario, nos impulsa a trabajar junto con ellos por el bien de la sociedad y la paz del mundo. En el alba del tercer milenio, los discípulos de Cristo son plenamente conscientes de que este mundo se presenta como "un mapa de varias religiones" (Redemptor hominis, 11). Si los hijos de la Iglesia permanecen abiertos a la acción del Espíritu Santo, él les ayudará a comunicar, respetando las convicciones religiosas de los demás, el mensaje salvífico único y universal de Cristo.
5. "Él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15, 26-27). Estas palabras encierran toda la lógica de la Revelación y de la fe, de la que vive la Iglesia: el testimonio del Espíritu Santo, que brota de la profundidad del misterio trinitario de Dios, y el testimonio humano de los Apóstoles, vinculado a su experiencia histórica de Cristo. Uno y otro son necesarios. Más aún, si lo analizamos bien, se trata de un único testimonio: el Espíritu sigue hablando a los hombres de hoy con la lengua y con la vida de los actuales discípulos de Cristo.
En el día en que celebramos el memorial del nacimiento de la Iglesia, queremos elevar una ferviente acción de gracias a Dios por este testimonio doble y, en definitiva, único, que abraza a la gran familia de la Iglesia desde el día de Pentecostés. Queremos darle gracias por el testimonio de la primera comunidad de Jerusalén, que, a través de las generaciones de los mártires y de los confesores, ha llegado a ser a lo largo de los siglos la herencia de innumerables hombres y mujeres de todo el mundo.
La Iglesia, animada por la memoria del primer Pentecostés, reaviva hoy la esperanza de una renovada efusión del Espíritu Santo. Asidua y concorde en la oración con María, la Madre de Jesús, no deja de invocar: "Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra" (Sal 103, 30).
Veni, Sancte Spiritus: Ven, Espíritu Santo, enciende en los corazones de tus fieles la llama de tu amor.
Sancte Spiritus, veni! |
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